DAVID Y GOLIAT (O ALGO ASÍN). HISTORIA SAGRADA CHUSCA REVISITADA VIII

—¡Esto no se sostiene! El guión hace aguas por todas partes. —El doctor  James Irving, catedrático de Historia Antigua de Oriente Medio en la Universidad de Cambridge, agitaba un manuscrito en una mano, mientras se pasaba la otra por los escasos cabellos rojizos que aún revoloteaban por una calva blanca como la leche—. Está lleno de inexactitudes, de anacronismos intolerables.

—Eso cuénteselo al guionista, que aún está durmiendo la mona que se agarró anoche. O al señor Goldstein, aquí presente —gruñó un Cecil B. de Mille que por enésima vez se preguntaba qué demonio se le había perdido a él en esos secarrales de Palestina, con lo a gusto que se vivía en Malibú—. Yo soy un mandao.

No le faltaba razón al provecto director. Si había abandonado su retiro dorado había sido por un motivo de color verde: la cascada de dólares que alguien con apellido Rothschild le había prometido por su colaboración en el proyecto. La carta estaba escrita con una cuidada caligrafía y se acompañaba de un ábrete, Sésamo infalible: un cheque nominativo a su favor de un millón de pavos como adelanto. Eso, y halagos que encendieron su vanidad, un poco alicaída en los últimos tiempos.

—¡Señores! —volvió a la carga Irving golpeando el libreto con indignación—. Que me pinten a los filisteos como si fuesen árabes palestinos, con su kufiyas a cuadros y uniformes verde oliva ya me parece bastante licencia. Pero que se los presente armados de una mezcla de cimitarras y Kalashnikovs ya es excesivo. 

»Por esa regla de tres, ¿cómo irá armado David? ¿Con un Colt Magnum, en vez de la honda?» 

En el silencio espeso y violento que siguió a la interpelación del historiador, los ojos fatigados de De Mille fijaron una mirada de comprensión en los del profesor Irving. Una especie de «Si yo te contase…», para acto seguido volverse, interrogativos, a las otras dos personas presentes. El padre Benito Lacalle, jesuita español doctor en Teología y Filología Semítica, contratado como asesor bíblico, pasaba nerviosamente las hojas de un ejemplar muy antiguo y ajado del Antiguo Testamento. Jeremiah Goldstein, representante de los inversores que financiaban la película, terminó de consultar unas notas, y carraspeó antes de hablar:

—Bueno, doctor Irving, es que usted plantea no es una cosa nueva. Inexactitud y anacronismos abundan en las producciones cinematográficas. Piense por ejemplo en «Jesucristo Superstar».

Puso los ojos en blanco el profesor al recordar la escena de la película basada en la ópera rock en que un Judas negro como la noche corría acosado por un carro de combate israelita. Se le abrían las carnes de pensar que aquel había sido el primer contacto de muchos de sus alumnos con los textos evangélicos.

—Lo que quiero decir —continuó Goldstein— es que en el caso que nos ocupa es plenamente aplicable esa máxima literaria de suspensión voluntaria de la incredulidad. Los inversores y yo mismo creemos firmemente que una trama bien elaborada, una historia bien contada —y esta, permítame que lo diga, lo es— resultará aceptable para el espectador medio.

—Ya. Si lo miramos en términos de narración, de cuento… —El doctor británico resopló sonoramente y pareció rendirse a la evidencia: el rigor histórico no sería el fuerte de esa producción—. Sobre eso, quizá podría decir algo el experto bíblico. ¿Qué opina usted, padre?

El interpelado alzó unos ojos acuosos y cándidos tras unas gafas de muchas dioptrías, y se encogió de hombros:

—Pues, ¿qué quiere que le diga? Aquí no aclara mucho sobre eso. —Cerró el libro—. Solo que los israelitas estaban muertos de miedo ante el imponente Goliat, y que ninguno aceptaba su desafío. Hasta que llegó David con la honda y las piedras, y…

—Sí, ya sabemos el resto —terció De Mille—. Lo mata, le corta la cabeza y…

—¡Eh, eh! Un momento. ¿Qué eso de «lo mata y le corta la cabeza»? ¿Qué coño quieren hacerle a mi representado? —El representante de John Wayne, actor contratado para hacer el papel de Goliat acaba de incorporarse a la reunión.

»Bastante es ya que no le dejen usar un Winchester, ni andar matando indios, para que encima lo quieran matar. ¡A ver qué va a ser esto!».

Por si eran pocos, también se sumó el representante de otro actor implicado en la escena.

—El señor Dean se niega a vestir ese ridículo faldellín del vestuario. —Sí, James Dean había sido elegido para hacer de David—. Dice que bastantes rumores hay sobre su sexualidad como para alimentarlos con prendas equívocas. Que no quiere ser un nuevo Monty Clift.

—No es un faldellín —replicó el doctor Irving—. Es una túnica corta, una vestimenta común en el Israel de la época.

—Nada, paparruchas. Que dice que o sale vestido como un hombre, o no hay trato.

»¡Ah! Y que de matar, nada de nada. Una pelea, bueno. Pero que él no mata a nadie, que luego lo encasillan en papeles de malo».

—Hombre, la Biblia dice… —intentó argumentar el padre Lacalle.

—La Biblia dice, la Biblia dice… —se mofó el representante de James Dean—. Una antigualla, la Biblia. A ver, ¿qué hacemos aquí? Una película, ¿no? Una cosa moderna. Hay que estar al día, ¡joder!

—¡Eso, eso, di que sí! —se sumó el representante de Wayne—. A John no lo mata ni Dios. O Yahvé, como dicen por aquí. Él solo acepta morir con honores, como un héroe americano. Igual que en «El Álamo».

Los dos asesores volvieron unas miradas desesperadas hacia Cecil B. de Mille. Con un ruego: «Usted es el director. ¡Haga algo!». Pero Cecil acababa de encender un puro, y estaba entretenido en hacer anillos de humo. Tardó unos  segundos en hablar.

—Señor Goldstein, creo que tiene usted un problema…  

—A  ver señores. Siéntense, por favor, y negociemos —dijo a los representantes de los protagonistas—. Hablando se entiende la gente.

»Doctor Lacalle, doctor Irving. Muchas gracias por su inestimable colaboración. Ahora, si nos permiten…» —Goldstein despidió a los asesores.

Total, que al año siguiente se estrenaba la película. La escena cumbre de la cual era una pelea a trompazo limpio entre John Wayne —con armadura filistea y toda la pesca; a la estrella le había hecho gracia el atuendo— y James Dean, de camiseta blanca, cazadora de cuero negra y vaqueros. El guión daba a entender que habían tenido una relación laboral previa mal resuelta, aunque el detonante del conflicto eran sus amores comunes por una Esther interpretada por Elizabeth Taylor —esto les suena a otra peli, ¿verdad? A mí también— que al final tenía una secreta inclinación lésbica —jeje. Esto no. ¡Sorpresa!—. El film tuvo un aceptable éxito de crítica y taquilla, y bla, bla, bla.

En cuanto a los asesores, se cuenta que contrajeron la lepra, y acabaron sus días como mendigos en una puerta de las murallas de Jerusalén.

Ilustración: David y Goliath. Guillaume Courtois. 1650-60.

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