Marcel

MARCEL

El reloj y mi ansiedad me decían que Marcel se retrasaba, cosa rara en él. Por fin lo vi acercarse por el sendero del parque, con su característico y garboso estilo de caminar, sombra que marcaba pasos de baile en un teatro de sombras. Por lo que le conocía, imaginaba su sonrisa  un poco torcida, de canallita de bajos fondos. La pulcra esfericidad de su cabeza me revelaba que había optado por engominarse el cabello para nuestra cita, como hacía cuando no quería que sus rizos endemoniadamente rojos nimbasen su rostro con aire de santo bolchevique.

Se acercaba. Ya casi había llegado a mi altura, cuando las luces del parque reventaron de golpe la penumbra a su paso. Se hizo de día de nuevo, como por arte de magia, en los jardines de Luxemburgo mientras la noche besaba los tejados de París.

La claridad me permitió ver que no había sonrisa en su rostro, sino un gesto que tensaba sus músculos y desdibujaba sus atractivas facciones. Que su pecho se movía en espasmos al ritmo  de una respiración agitada.

No hubo tampoco calor en su abrazo, ni atención en los besos con que rozó mis labios, entre giro y giro de la cabeza, ojos de miedo escudriñando el camino por el que había venido.

Lo convencí para que nos sentásemos en un banco y pudiese serenarse. Cogí sus manos entre las mías y murmuré palabras amables en sus oídos. Llevó un tiempo, pero al final conseguí que remitiese la zozobra que lo embargaba. Lo suficiente para que me contase el por qué de su excitación.

—Es Madame Adèle. Mi casera. Me hace la vida imposible porque está empeñada en echarme del piso. Sabe que podría sacar el doble por el alquiler, y me quiere fuera a toda costa.

»Me atosiga, me acosa. Me pregunta que si no me parece que es un piso muy grande para un hombre solo. Insiste en hablarme de un familiar suyo que alquila otro más pequeño, muy céntrico también, y más barato. Me repite una y otra vez que, si lo deseo, me pone en contacto con él. Pero me habla como si me diese órdenes, Christine. Me agobia mucho, porque yo no quiero moverme de mi piso. Estoy muy a gusto en él. Puedo pagarlo, y me gusta vivir en un sitio espacioso.

»Me desespera cuando me dice que tengo unos horarios raros, que mis horas de entrar y salir molestan a los vecinos —no es verdad; les he preguntado, y nadie se queja—. Que vaya pintas tienen las amistades que me visitan… 

»Me sobresalta cuando llama a la puerta cada dos por tres, con cualquier excusa. Por ejemplo, como vive en el piso de arriba, viene y me pide que le deje entrar para recoger un calcetín o unas bragas que se le han caído mientras tendía. Yo creo que tira la ropa a posta. Además, aprovecha cada vez que entra para fisgonearlo todo, la muy descarada.

»Pero todavía no te he contado lo peor. Tiene tratos con los alemanes, ¿sabes? Me lo imaginaba, pero ahora lo sé de buena tinta.

»A menudo oigo sus botas de clavos por las escaleras, me asomo por la mirilla, y veo sus uniformes o sus abrigos de cuero negro. No vayas a creer que son unos soldados cualesquiera, no. SS y Gestapo, y presume de que los invita a tomar café en su casa. Como lo oyes. Para mí, que me ha denunciado. Les habrá dicho que soy de la Resistencia, o algo así. 

»Mira, hay un oficial que ya ha venido dos veces a mi casa. Con soldados armados hasta los dientes. Con muy buenos modales, me pregunta que si puede pasar, que están haciendo una inspección rutinaria en todo el edificio. ¡A ver quién no lo deja pasar, cuando tienes dos metralletas apuntándote a la tripa! Yo creo que ese es el tipo del que el marido de Madame Adèle, con quien me llevo un poco mejor, me ha confesado que está encaprichado con mi piso. Que se deja caer para verlo de vez en cuando para comprobar si se ajusta a sus necesidades. Pero en vez de venir con la familia —si es que tiene familia— se trae a la escolta para amedrentar.

»Él mismo, el marido, me ha dicho en plan confidencial que seguro que el interesado por mi apartamento me hace una buena oferta para compensarme por la mudanza. Que yo debería aceptarla.

»No sé. Yo creo que está haciéndome la pinza con su mujer, y que si el alemán es el interesado, lo mismo quiere ahorrase los francos, y que para eso viene buscando armas, o propaganda de la Francia Libre. ¡Yo qué sé! Lo mismo un día me ponen algo ilegal en algún rincón para incriminarme, y me llevan con ellos. Y la Madame, feliz. Así mataría varios pájaros de un tiro.

»Tengo miedo, Christine. Mucho miedo. Yo creo que los boches me han seguido hasta la entrada de los jardines, y en cualquier momento vienen por mí…».

Suspiré y afirmé varias veces con la cabeza. ¡Mi pobre, Marcel! Por mucho cariño y consuelo que quisiese darle, hay cosas a las que una novia no llega. Aunque sea parisina.

Encendí dos cigarrillos y le pasé uno. Fumar lo tranquiliza. Me separé unos metros de él con la excusa de comprobar que nadie lo hubiese seguido hasta ahí. Tenía que hacer una llamada. Busqué el contacto en la agenda del móvil, y pulsé la tecla de llamada.

Allô? Adèle? Soy Christine. Christine Dubois. Le llamo por Marcel…

La ambulancia llegó con toda discreción, como si flotase por los senderos de tierra del parque. Los sanitarios fueron toda amabilidad con Marcel, a pesar de que este se resistiese a montarse en ella, forcejease con ellos y protestase en un alemán rudimentario que él era un buen francés, amante de la paz y el orden, y admirador de la cultura alemana, Beethoven y Schiller. Fue necesaria la intervención de una pareja de gendarmes que andaban de patrulla para finalmente reducirlo y subirlo a la ambulancia sujeto por correas.

No pude contener las lágrimas mientras se alejaba, ahora con toda la parafernalia de luces y sirena rompiendo la paz del lugar. «¡Pobre Adèle! ¡Qué cruz tiene con su hijo!», me compadecí con toda sinceridad de ella. Sabía que eso le rompía el corazón. Yo también estaba fastidiada, claro. Estaría una temporada sin verlo.

Fastidiada, y arrepentida. No debería haber insistido en que viésemos la reposición de “Casablanca” sabiendo que Marcel es fácilmente sugestionable y propenso a sufrir brotes psicóticos.

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